jueves, 25 de julio de 2013

Un día en la city de Google








A la entrada del comedor, Maggie pasa su tarjeta de empleada y tiene gratis toda la gastronomía mundial. Cuando llegue a casa, se encontrará un mensaje con las calorías, hidratos y proteínas que ha ingerido. Google cuida de sus googlers.

En el 1600 de Amphitheatre Parkway se encuentra la parte terrenal del mayor imperio de Internet del planeta: Google. Cada día, 620 millones de personas entran en el buscador. En sus oficinas no hay horarios. Los 3.000 trabajadores de Googlelandia (37.000 en todo el mundo) viven dispersos por la bahía de San Francisco y adaptan el puesto de trabajo a sus hábitos.
Uno de ellos es Francesc Campoy Flores. Su labor consiste en difundir en charlas, redes sociales y blogs el lenguaje de programación Go, promovido por el buscador. Este treintañero barcelonés toma cada mañana en San Francisco un autobús de la empresa que le lleva aGoogleplex, nombre oficial de la sede de la empresa de Silicon Valley. Va sentado en sillones de cuero con wifi de alta velocidad para poder trabajar durante el trayecto.
En Googleplex se ha recreado una especie de Arcadia feliz. Ernesto de la Rocha vive sus primeros meses aquí. Su herramienta de integración es la bolsa de fútbol que lleva en el coche. “Conoces gente con la que quizá puedes colaborar. Además de trabajar en equipo, en el vestuario nos contamos proyectos, y es normal que surjan experimentos y se mejoren las ideas”, explica este toledano de 27 años.
El verde es para la hierba; el azul, para el cielo, y entre medio rojos y amarillos, para los edificios de la miniciudad, con lo que se completan los colores de Google. Ni un desconchado en la pintura, ni un papel en el suelo, ni una voz más alta que otra. Los sheriffs patrullan en patinetes. Todo parece sacado de El show de Truman.
Más que un centro de trabajo, parece un campus universitario, no solo por lo relajado en el vestir, sino por la juventud de los trabajadores. Lo normal es moverse en bicicleta. Hay un servicio interior de la propia empresa, pintadas con los colores del logo. Basta tomar una y pedalear. Visitantes, abstenerse. “Podrías caerte y demandarnos”, advierte Maggie Shiels.
Maggie fue periodista de la BBC y ahora trabaja aquí con los medios. Pronto recibirá un curso de HTML5 (el lenguaje de programación web más avanzado). “Quizá me depare un cambio en mi vida”, suelta con flema británica.





































 Si la bolera está desierta, más éxito tiene la lavandería. 

Montones de bolsas, con nombres colgando, se agolpan frente a las máquinas industriales. ¿Para qué hacer la colada en casa cuando se puede traer al trabajo y llevársela limpia, y gratis, al día siguiente? Hay que ganar tiempo. Productividad, productividad. Es la consigna.








Googlelandia está de fiesta. Celebra este mes el orgullo negro. Doce meses, doce causas dedicadas al buenismo o a la mala conciencia. No se ve mucho negro, aunque seguramente habrá una cuota. Google no indica cuántos de sus empleados son mujeres, ni el porcentaje por edad ni raza, pero Maggie recuerda que tienen hasta grayglers (empleados canosos), y como muestra, Vinton Cerf, padre de Internet y propagandista de la empresa. ¿Algún otro empleado maduro? Nos repiten: la empresa no proporciona datos de la edad, sexo o raza de sus empleados.

Al cruzar la calle, un coche nos cede el paso, aunque lo sorprendente es que va sin conductor. Otra genialidad de este gigante, que tiene un 37% de sus empleados dedicados a la ingeniería. La mitad de todos sus productos se encuentran en fase de pruebas. Los vehículos autodirigidos ya tienen licencia para circular en el Estado de California.

Uno de los más viejos del lugar es Bernardo Hernández, fue uno de los primeros españoles en llegar a Google. Este salmantino de 43 años, tras siete en la empresa, ha decidido decir adiós. Ha sido director mundial de marketing de Google Maps; luego estuvo en el lanzamiento de Android, y después, responsable del contenido local y gastronómico. Durante este tiempo también aprovechó para montar Step One, una aceleradora de empresas tecnológicas españolas en el valle del silicio. Solo tiene buenas palabras para su empresa. Considera que es el lugar más creativo donde ha trabajado nunca.
Para Carlisle, que alguien se vaya no es una alegría, es un problema. “Tenemos un equipo para mantener relación con los exgooglers. Cuando conseguimos la propuesta adecuada, les invitamos a volver”.
A última hora de la tarde no hay mesas libres para disfrutar del sol y tomar un capuchino. La atracción de los googlers son dos parejas jugando a vóley-playa. Los españoles disfrutan del lugar, pero siguen, como los emigrantes de la posguerra, con la idea de volver a casa. “Quizá cuando mejoren las cosas”, rumia el toledano Ernesto de la Rocha.




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